Situación. Bar de pinchos en Ponferrada. 10 de la noche aprox. Cuatro personas sentadas a una mesa; S, dos amigos suyos y yo. La alegría nos invade. Hay muchas cosas que contar y muchas, muchas risas que compartir. Brindamos. S y su amigo con vino, la otra chica con mosto y yo con cerveza. Me siento bien. Tanto que surge de mí una "confesión" que consideraría ridícula en condiciones normales. Alguien comenta que esa noche hay que cambiar de hora y que, cual quinceañeros, tenemos una hora más para salir. Ahí me lanzo:
- ¿Sabéis que pensaba cuando era pequeña cada vez que había que cambiar la hora?
Me miran expectantes.
- Nunca se lo preguntaba a mis padres ni a nadie, porque más que cuestionarme, para mí era una reflexión. Pensaba: "¿Cómo puede ser que siempre toque cambiar la hora en fin de semana?". Para mí suponía toda una coincidencia y una gran suerte que cambiásemos de hora los sábados. Me planteaba la fatalidad que supondría que el cambio de hora lo hicieran por ejemplo, un miércoles y hubiera que dormir una hora menos. Así que, simplemente pensaba en la suerte que teníamos.
Lógicamente les hizo mucha gracia y nos reímos un buen rato antes de pasar a otros temas.
Pero el caso es que me quedé pensando en cuándo dejé de pensar eso y llegué a comprender que el cambio de hora es simplemente un artificio nuestro para jugar con las horas de sol. Qué ingenua era sí, pero, ¿cuándo dejé de serlo?
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario